Aun en las épocas de mayor decadencia, como el Bajo Imperio, cuando las
ciudades aparecen como semirutarum
urbium cadavera, en realidad no son cuerpos muertos,
dirá Cattaneo, sino solamente desmayados. La relación entre la ciudad y su territorio es un signo característico de un municipio porque «la ciudad forma con su territorio un cuerpo
inseparable».
En las guerras, en las invasiones,
en
los
momentos
más difíciles
para
la
libertad
comunal, la unión entre el territorio
y la ciudad es una fuerza extraordinaria; a veces el
territorio regenera la ciudad destruida.
La
historia
de
la
ciudad
es
la
historia
de
la
civilización: «En los cuatro siglos aproximados
del
dominio
lombardo y gótico, la barbarie fue creciendo [....] las ciudades no eran apreciadas sino como fortalezas [...]. Los bárbaros se iban agotando, al mismo tiempo que las ciudades que habían desolado”.
Las ciudades
constituyen en sí un mundo; su significado, su permanencia se expresa en un principio absoluto: «Los extranjeros se maravillan
de ver en las ciudades de Italia aquella misma perseverancia en las
ofensas que no se maravillan
nunca
de
ver
entre
reino y reino, porque no saben entender la índole militante y regia de aquellas ciudades.
La prueba de que la causa de las enemistades que cercaban Milán estaba en su potencia, o para
decirlo
más justamente,
en
su
ambición,
es
que
muchas
de
las
otras
ciudades,
cuando la vieron vencida y destruida, y pensaron que nunca más tendrían que temerla, se
unieron para levantarla de las ruinas».
«El principio» de Cattaneo se puede relacionar con muchos de los temas expuestos aquí; siempre
me ha parecido que aquellos
estratos
más profundos de la
vida
de
la
ciudad
expuestos por Cattaneo se pueden
encontrar
ampliamente en los monumentos, y que éstos participan de aquella individualidad de los hechos urbanos a la que muchas veces
nos hemos referido en el curso de este estudio.
Que una relación
de este tipo, entre «principio» de los hechos urbanos y forma, existe
también en el
pensamiento de Cattaneo es indiscutible
sólo con que examinemos
sus
escritos sobre el estilo
lombardo y el inicio de la descripción de la Lombardía, donde directamente la tierra, cultivada y fertilizada en el curso de siglos, es el testimonio más
importante de una civilización.
Sus intervenciones en la polémica
sobre
la plaza del Duomo de Milán atestiguan por otra
parte todas las dificultades, no resueltas,
que nacían de una problemática tan rica; la
investigación de los temas de la cultura
lombarda, aunque sea dentro de su federalismo, acababa por encontrarse con todos los otros temas, reales y abstractos, del debate sobre la unidad de Italia y sobre el sentido nuevo y antiguo que las ciudades de la península acababan por tener en el marco
nacional.
Si su federalismo le permitía evitar todos los errores debidos a la retórica nacionalista, le impedía por otra parte ver plenamente el nuevo marco general
en el que las ciudades venían a encontrarse.
Es indudable que el gran
empuje ilustrado y positivista que
había
animado la ciudad
decaía alrededor de los años de la unidad de Italia, pero no era desde luego sólo ésta la causa
de aquella decadencia; y, por otra parte, es lógico pensar que las propuestas de Cattaneo o el estilo
municipal enseñado por Boito pudiese
volver a dar a la ciudad un sentido que se habla oscurecido.
Hubo, ciertamente, una crisis más profunda. A esta luz se ha visto el gran debate
que recorrió Italia al día siguiente
de la unidad sobre la elección de la capital;
debate que fue centrado sobre Roma
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