Se puede afirmar que esta elección es indiferente; pero sería simplificar trivialmente la
cuestión. No es indiferente; Atenas,
Roma, París son también la forma de su política,
los signos de una voluntad.
Desde luego, si
consideramos la ciudad
como
manufactura,
al
igual
que
los arqueólogos, podemos afirmar que todo lo que se acumula es signo de progreso;
pero ello no quita que existan valoraciones de este progreso.
Y diferentes valoraciones de las elecciones políticas.
Pero entonces
la política, que parecía ajena, casi mantenida
lejos de este discurso
sobre la ciudad, hace su aparición en primera persona; se presenta del modo que le es propio y en el momento
constitutivo.
Entonces la arquitectura urbana -que, como sabemos, es la creación
humana- es querida como tal; el ejemplo de las plazas italianas
del Renacimiento no puede ser referido
ni a su función, ni a la casualidad.
Son
un
medio para la formación de la ciudad, pero se
puede repetir que lo que parece un medio ha llegado a ser un objetivo; y aquellas
plazas son la ciudad.
Así, la ciudad se tiene como fin a sí misma y no hay que explicar nada más que no sea el hecho de que la ciudad está presente en estas obras. Pero este modo de ser implica la voluntad de que esto sea de este modo y continúe así.
Ahora bien, sucede que este
modo es la belleza del esquema
urbano
de
la
ciudad
antigua, con la que se nos da el parangonar siempre nuestra ciudad;
ciertas funciones como tiempo, lugar,
cultura modifican
este esquema como modifican las formas de la
arquitectura; pero esta modificación tiene valor cuando,
y sólo cuando, ella es un acto, como
acontecimiento y como testimonio,
que hace la ciudad evidente a sí misma.
Se ha visto cómo las épocas de nuevos acontecimientos
se
plantean
este
problema; y sólo una feliz
coincidencia
da
lugar
a
hechos urbanos auténticos; cuando la ciudad realiza en sí misma una idea propia de la ciudad fijándola
en
la
piedra.
Pero
esta
realización puede ser valorada sólo en los modos concretos con los que ésta acontece;
hay una relación biunívoca entre el elemento arbitrario y el elemento tradicional en la arquitectura urbana. Como entre las
leyes generales y el elemento
concreto.
Si en toda ciudad hay personalidades vivas y definidas, si toda la ciudad posee un alma
personal hecha de tradiciones antiguas y de
sentimientos vivos como
de
aspiraciones
indecisas, no por esto es independiente de las leyes generales de la dinámica
urbana.
Tras los casos particulares hay hechos
generales, y el resultado
es
que
ningún
crecimiento urbano es espontáneo, sino que las modificaciones de estructura se pueden explicar por las tendencias
naturales de los grupos dispersos en las diversas partes de la
ciudad.
En fin, el hombre no sólo es el hombre de aquel país y de aquella ciudad, sino que es el
hombre de un lugar preciso
y
delimitado y no hay transformación urbana
que
no
signifique también transformación de la vida de sus habitantes. Pero estas reacciones no pueden ser simplemente
previstas o fácilmente
derivadas;
acabaremos atribuyendo al ambiente físico el mismo determinismo que el funcionalismo ingenuo ha atribuido
a la forma. Reacciones
y
relaciones
son difícilmente individualizables de
modo
—están
comprendidas en la estructura de los
hechos urbanos.
Esta dificultad de individualización nos puede inducir
a buscar un elemento irracional en el crecimiento de la ciudad. Fue este crecimiento es tan irracional como cualquier obra de arte; el misterio estriba quizás y sobre todo en la voluntad secreta
e incontenible de las manifestaciones colectivas.
Así, la compleja estructura de la ciudad surge de un discurso cuyos puntos de referencia
pueden parecer abstractos. Quizás es exactamente como las leyes que regulan
la vida y el destino de cada hombre; en toda biografía
hay motivos suficientes
de interés, si bien toda biografía está comprendida
entre el nacimiento y la muerte.
Es cierto que la arquitectura de la ciudad,
la cosa humana por excelencia, es el signo concreto de esta
biografía;
aparte
del
significado
y
del
sentimiento con los que la reconozcamos.
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